Presupuestos 2019: historia de un fraude constitucional.

Posted by JJL | 12 febrero, 2019

Los PGE de 2019 penden de un hilo. Su tramitación se ha convertido en una cuestión de confianza al Gobierno de turno. Ni siquiera se cumplen los plazos de presentación.


Desde los tiempos del gran Jean-Baptiste Colbert, aquel legendario ministro de Hacienda que saneó las cuentas de Luis XIV y puso por primera vez en orden la Hacienda real obligando a los funcionarios del Rey Sol a cuadrar ingresos y gastos, la aprobación de los Presupuestos es, probablemente, la principal tarea de un Gobierno. De hecho, es habitual que la estabilidad política dependa de su aprobación, lo que explica que en 1995, tras la retirada del apoyo parlamentario de CIU, Felipe González anunciara la convocatoria de las elecciones generales que ganó Aznar por un estrecho margen de votos.

Este ejemplo revela la singularidad de una ley que la propia Constitución obliga a enviar al Parlamento una vez al año, lo que no sucede con otras normas. Aunque no solo eso. La Carta Magna deja bien claro que el Gobierno deberá presentar ante el Congreso de los Diputados los Presupuestos Generales del Estado “al menos tres meses antes de la expiración de los del año anterior”. Es decir, por un lado, se fija una periodicidad anual, lo que no es incompatible con la existencia de preceptos de carácter plurianual, y de otro, frente a lo que sucede con otras normas, la Constitución ‘se moja’ y fija una fecha determinada para cumplir la previsión constitucional: antes del 1 de octubre de cada año.

Como es evidente que la vida da muchas vueltas, y más la vida política, el propio Tribunal Constitucional ha interpretado en reiteradas ocasiones el mandato constitucional de forma flexible. Y, de hecho, los últimos gobiernos —tanto del PSOE como del PP— han presentado el proyecto de ley fuera de plazo. En unas ocasiones, por razones vinculadas al calendario electoral (por ejemplo, la disolución de las Cámaras en 1982, 1989 o 2011), pero en otras, por motivos estrictamente de interés particular que necesariamente hay que relacionar con las mayorías parlamentarias.

El argumento esgrimido por el Constitucional para avalar esta flexibilidad se basa en el llamado ‘criterio de temporalidad’, lo que significa que ‘no es determinante’ la fecha, pero sí su carácter anual. O lo que es lo mismo, no se pueden hacer Presupuestos que duren seis meses o dos años.

Ahora bien, es el TC quien pone límites a esta manga ancha, y en diferentes sentencias ha dicho que dado que la Ley de Presupuestos puede calificarse como una norma esencialmente temporal, “nada impide que ocasionalmente puedan formar parte de la ley preceptos de carácter plurianual o indefinido”.

El hecho de que la Ley de Presupuestos deba ser anual no es baladí. Es más, condiciona su eficacia. Si una ley que debe abarcar los 365 días de un año entra en vigor en primavera o verano, como ha sucedido en los últimos años, parece evidente que existe una cierta inseguridad jurídica (protegida por la Constitución), ya que la potencia económica de los Presupuestos es indiscutible y prácticamente todo el sistema productivo (no solo los empleados públicos o los pensionistas) está afectado por su contenido, ya sean ciudadanos o empresas.

Lo ocasional

Esta realidad palmaria, sin embargo, está ausente del debate político. Sin duda, porque tanto el Gobierno de turno como los partidos que respaldan al Ejecutivo en la tramitación parlamentaria se benefician de la manga ancha, lo que hace que ‘lo ocasional’, como decía el TC, se haya convertido en norma. En estructural. Los PGE de 2018 se aprobaron en julio de ese año (pasado más de medio año); los de 2017, en junio de ese ejercicio, y, finalmente, los de 2016 se publicaron en el BOE en octubre, incluso antes de lo habitual.

Esta falta de rigor en el cumplimiento de los plazos temporales tampoco es baladí. Aunque es verdad que la ley presupuestaria es una norma singular —su tramitación tiene prioridad frente al resto de leyes—, no lo es tanto convertirla en una suerte de cuestión de confianza encubierta, algo que se pudo visualizar hace apenas un año cuando Pedro Sánchez, por entonces en la oposición, retó a Rajoy a aprobar los Presupuestos o a someterse a una cuestión de confianza.

Es decir, políticamente se ponían en el mismo plano constitucional ambos instrumentos de control y acción del Gobierno, lo cual convierte las cuentas del reino en una ley instrumental. Por supuesto, ajena a la estabilidad que quiso dar el constituyente a la Ley de Presupuestos fijando una fecha muy concreta. Como se ha dicho, el titular de Hacienda tiene la obligación de presentar la ley tres meses antes de que acabe el año.

La Ley de Presupuestos, por lo tanto, no es ni una cuestión de confianza camuflada ni mucho menos una moción de censura encubierta. Es, simplemente, la Ley de Presupuestos, de ahí que lo razonable es que iniciara su tramitación y posteriormente fuera enmendada por los grupos de la oposición mediante el sano ejercicio de las mayorías y de las minorías parlamentarias.

Entre otras cosas, porque al contrario de lo que sucede en EEUU, donde la Administración echa el cierre si no hay presupuesto, como ha sucedido recientemente, en España las cuentas públicas siguen vigentes y se pagan normalmente cuentas y facturas. No se produce, por lo tanto, ningún vacío de poder debido a que su prórroga es automática, sin necesidad de ningún acto administrativo.

Sin olvidar que la propia Ley de Presupuestos cuenta ahora con un doble marco normativo: la Ley de Estabilidad Presupuestaria y el célebre artículo 135 de la Constitución, que marca los límites del terreno de juego (el equilibrio como fin último de las cuentas públicas, en línea con lo que ansiaba Colbert hace casi cuatro siglos).

Es por eso que confundir una Ley de Presupuestos con una cuestión de confianza es un profundo error parlamentario. Sánchez, evidentemente, no está en el origen de este disparate constitucional, que sitúa la Ley de Presupuestos permanentemente en el disparadero por razones ajenas a la economía. Y que históricamente ha provocado que las minorías nacionalistas, ante la ausencia de otros partidos bisagra, hagan valer sus votos a precio de oro.

Fuente: ElConfidencial.com

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