Cuando un especialista en impuestos lee, en la primera frase de una proposición de ley, que se va a instaurar un nuevo gravamen temporal, ya empieza a temblar: a finales de los 70 se creó en España un gravamen temporal sobre el impuesto sobre el patrimonio que, no es que siga en vigor, es que es el único tributo de este tipo que sigue vivito y coleando en toda Europa. La temporalidad supera los 40 años, porque no hay quien arranque ese dulce a las autonomías.
Ayer, los grupos parlamentarios que forman gobierno presentaron una proposición de ley para el establecimiento de un gravamen temporal energético y bancario, con el evidente objetivo de aumentar la recaudación para hacer frente a una situación presupuestaria deficitaria.
A la figura pergeñada para sablear a bancos y energéticas se le otorga el carácter de «prestación patrimonial pública de carácter no tributario» o PPPnoT. Con ello, pretende contornearse teóricamente el peligro de que la nueva figura incurra en una doble imposición, al gravar beneficios empresariales que ya pagan otros tributos.
Es un nuevo ejemplo, uno más, de actuación mendaz. Nuevamente, no nos sorprende a los que nos dedicamos a los tributos: el legislador es capaz de crear normas tributarias para socavar la jurisprudencia del Tribunal Supremo, si es contraria a sus intereses y, por supuesto, le otorgará el nombre de pulpo a todo animal acuático que le sirva como envoltorio a su voluntad recaudatoria.
Este es el caso: ¿que no podemos llamarlo impuesto? Pues nada, sírveme entonces un trampantojo de PPPnoT, a ver si cuela.
Al margen de disquisiciones teóricas que arderán en la hoguera dentro de 10 o 15 años, cuando las resuelva el Tribunal Constitucional, derogando la normativa, merece la pena detenerse en una cuestión esencial: una PPP, sea tributaria o no, se percibe esencialmente como contraprestación a un servicio público. Es decir, a diferencia de los impuestos, que se pagan simplemente por vivir en un país civilizado, las prestaciones deberían requerir una actuación pública concreta a cambio. Un tantundem, que dirían los clásicos.
En el bodrio legislativo en marcha, en lugar de contraprestación, lo que tenemos es una macedonia formada por diversos ingredientes. El primero de ellos, excusas de mal gestor, con remisiones continuas en el proyecto normativo a un etéreo ente superior al que se llama «pacto de rentas», que parece que busca luchar contra los efectos del aumento de precios, como si los responsables de la situación económica global -empezando por la guerra en Ucrania y las frustradas políticas energéticas europeas- fueran estas concretas empresas. El plato fuerte para anatemizar a estas compañías es la envidia, rasgándose las vestiduras por los beneficios extraordinarios generados por las empresas gravadas. Siguiendo la tradicional senda, se quiere igualar por abajo y me temo que lo siguiente será prohibir, directamente, que los empresarios tengan beneficios, obligándoles a darle al pueblo los royalties, al más puro estilo de la factoría Chaves & Griñán. El último ingrediente del ágape es un postre en forma de venganza, recordando que en el 2012 las entidades bancarias fueron salvadas del rescate y, claro, hoy por ti y mañana por mí.
Medidas jurídicas de este tipo se leen con profusión en la Historia, desde la bíblica ley del talión hasta la francesa decapitación. Siempre nos quedará Robespierre.