Cuando siendo más jóvenes estudiábamos la Teoría de la Hacienda Pública, aprendimos lo que era el señoreaje o técnica mediante la que antiguos reyes o emperadores utilizaban la inflación para enriquecerse a costa del empobrecimiento de sus súbditos mediante un mecanismo tan burdo e ilegítimo como eficaz. Todo empezaba con la emisión de dosis ingentes de deuda pública. Suscrita esta por sus vasallos, el señor procedía a emitir un importante volumen de dinero que, de modo automático, envilecía el valor de la moneda y con ello depreciaba en términos reales la deuda previamente emitida y suscrita. Como resultado, el endeudamiento efectivo del señor se reducía significativamente al tiempo que el activo en poder de sus súbditos o nominal de la deuda se desvalorizaba, produciéndose una evidente y considerable transferencia de valor a favor de aquel y en contra de los tenedores de títulos que habían sido emitidos. La dirección democrática adoptada en el transcurrir de la historia hizo devenir en imposible la práctica descrita. Sin embargo, la evolución de los sistemas tributarios ha determinado que actualmente la inflación suponga una versión moderna del antiguo señoreaje que incorpora sus dos mismos efectos: enriquecimiento del Estado y empobrecimiento de sus ciudadanos. Sucede así porque todo proceso inflacionista provoca una reducción en términos reales de los importes de aquellos parámetros tributarios establecidos en magnitudes monetarias –exenciones, reducciones, deducciones–, reduciendo la dimensión efectiva de los citados beneficios fiscales. Y así sucede porque en aquellos impuestos que tienen una tarifa progresiva, la pérdida del valor del dinero ocasiona que el aumento solo monetario de los ingresos percibidos por un contribuyente ocasiona el salto a tramos superiores de base y a tipos de gravamen más altos sin que, en realidad, su capacidad real de pago haya aumentado. Con toda seguridad el paradigma de lo expuesto se encuentra en nuestro IRPF. Antes del actual 8,7% de inflación que padecemos, el importe considerado legalmente imprescindible para la subsistencia –mínimo personal exento– era de 5.500 euros, cifra de ingresos sobre la que no se nos exigía el pago del impuesto. Ahora, tras producirse la inflación, la subsistencia vital requiere un gasto de 5.978 euros, resultado de añadir al importe anterior el encarecimiento que se ha producido (5.500 x 8,7% = 478 euros). Sin embargo, el Gobierno ha decidido mantener inalterable en 5.500 euros el importe exento, lo que equivale a que, actualmente, nos obliga a tributar por una parte –478 euros– de lo que constituye el mínimo de subsistencia. La subida es innegable, ahora nos hace tributar por lo que antes no pagábamos. Consideraciones análogas pueden hacerse en relación con las deducciones por maternidad, por hijos o por ascendientes. Junto a lo anterior, concurre también la llamada progresividad en frío, o artimaña que basándose en el ficticio aumento de la base del impuesto, pues esta aumenta en unidades monetarias, pero no en su valor real, nos aplica tipos impositivos superiores que aumentan indebidamente la cuota tributaria a pagar sin que haya aumentado nuestra capacidad efectiva de contribuir. Como vemos, el mecanismo de aprovechar la inflación es tan injusto como descarado, además de resultar especialmente gravoso para los individuos y familias con rentas medias y bajas, que son los más golpeados por los procesos inflacionistas. De ahí que cuando aparece la inflación, los Estados tienden a corregir el efecto tributario que hemos descrito, indexando los parámetros impositivos fijados en unidades monetarias, tanto los correspondientes a los beneficios fiscales como los límites de los tramos de la base tributaria. Así sucedió en España durante el periodo de fuerte alza de precios que sufrimos en los años ochenta. Sin embargo, pese a la actual inflación del entorno del 9% y a que sus efectos se agregan al provocado por la acumulación de inflaciones más leves habidas en casi todos los años precedentes, el Gobierno español no parece dispuesto a corregir –no lo ha hecho hasta ahora ni parece que entre sus planes– las nocivas consecuencias de este moderno señoreaje, lo que materialmente equivale a una subida del IRPF que, además, no ha sido aprobada por el Parlamento por no obedecer a modificación normativa alguna, circunstancia que le resta cualquier legitimidad. Como contraposición, el Gobierno regional de la Comunidad de Madrid sí ha anunciado una medida correctora del efecto nocivo que la inflación supone para los contribuyentes. Así, ha decidido indexar –modificar– los límites de los tramos en los que se divide la base del IRPF para evitar que se salte a tipos superiores por el mero hecho de un aumento solo monetario de los ingresos, aplicando como base para la indexación la subida media que se produzca en los salarios. Siendo así, es claro que pueden producirse indexaciones por exceso y por defecto para aquellos contribuyentes cuyos ingresos monetarios aumenten en menor o mayor medida que el promedio de subida de los salarios. Es inevitable y no puede considerarse en sí mismo un error, pues no pueden individualizarse los tramos de la base del impuesto. Sí es cierto que, en cambio, parece que la indexación prevista por la Comunidad de Madrid no alcanzará al resto de parámetros monetarios del IRPF: el citado mínimo exento y el resto de los beneficios fiscales. Podría entonces decirse que el Gobierno madrileño se queda a mitad de camino en la corrección del efecto inflacionista. Es verdad, tanto como que mejor es recorrer la mitad del camino que permanecer inmóvil sin realizar recorrido alguno como hace el Ministerio de Hacienda, castigando al contribuyente español con el nuevo señoreaje aplicado en su máxima dimensión.
Fuente: Cinco Días