La sostenibilidad es un asunto de máxima actualidad. Es difícil hoy en día tener una reunión en el mundo empresarial en la que no se hable al respecto de esta materia.
La razón es clara: la decisión que ha tomado la Comisión Europea de conseguir cuanto antes la reducción efectiva de gases nocivos a la atmósfera, junto al desarrollo de una economía circular mediante la adopción del denominado European Green Deal y de la entrada en vigor de la llamada European Climate Law, tiene por objetivo conseguir que Europa sea neutra en emisiones para el año 2050.
El mundo de la fiscalidad tampoco se ha quedado atrás, y está en boca de la mayoría de los Estados europeos, Comisión Europea, o incluso de la OCDE, la necesidad de crear nuevos impuestos medioambientales.
En este sentido, podemos observar cómo en España se acaban de crear dos nuevos impuestos a través de la Ley 7/2022, de 8 de abril, de residuos y suelos contaminados para una economía circular, como son el Impuesto especial sobre los envases de plástico no reutilizables y el Impuesto sobre el depósito de residuos en vertederos, la incineración y la coincineración de residuos.
En el seno de la Unión Europea, nos encontramos con un paquete legislativo de medidas llamado Fit for 55, con el que se pretende aprobar una reforma de la fiscalidad energética o la creación del denominado carbon border tax o CBAM, que grava la importación de productos en función de las emisiones de CO2 en los países de origen.
Todos estos impuestos, que pretenden cumplir con la máxima de «quien contamina paga», llevan evidentemente importantes costes aparejados, por un lado, el coste del pago del propio impuesto y, por otro, las inversiones a acometer por las empresas para intentar modificar sus conductas que mejoren la política medioambiental y reduzcan su factura fiscal, siempre y cuando eso sea posible, ya que hay circunstancias en que eso no es factible.
Pongamos como ejemplo el impuesto sobre el plástico en España. Este es un impuesto que grava la fabricación de envases y embalajes de un único uso que no estén compuestos de plástico reciclado, o la importación y adquisición de estos productos o de cualquier otro producto que lo contengan. Por tanto, el uso de envases y embalajes va a suponer un incremento del coste en el ámbito empresarial.
En el caso de que se utilice plástico reciclado, estará el coste de tener que adquirir este producto, con un precio muy superior en el mercado al no reciclado incluyendo el propio impuesto a pagar. También tendremos las inversiones a acometer para sustituir esos plásticos con otros productos como puede ser la celulosa, aunque en muchos casos eso no es factible, como en el sector alimentación, en el que por razones de higiene hay productos en donde es imposible sustituir el plástico, y no queda más remedio que asumir el coste del impuesto. Todos estos costes conllevan la consabida subida de precios de todos los productos, incluyendo aquellos que cambien de sistemas de envases y embalajes.
¿Eso es todo? La realidad es que no. Estos impuestos, debido a su estructura, establecen también importantes obligaciones en relación con la trazabilidad de los productos sujetos para evitar fraudes y eso, a su vez, supone incurrir en importantes costes administrativos que en muchos casos son muy superiores al pago del propio impuesto, costes que no son valorados en general por las Administraciones a la hora de su implementación.
Si a esto sumamos que en la mayoría de los casos estos impuestos no están armonizados dentro de la Unión Europea, los grupos empresariales se enfrentan a impuestos en distintos Estados que, si bien pueden ser similares, presentan diferencias importantes tanto en el ámbito objetivo como en el cumplimiento de obligaciones formales, que conllevan el tener que adaptar la operativa, los sistemas y las obligaciones formales en función del país en el que se esté operando.
Estos costes son de tal calado que el propio gobierno en Italia ha anunciado recientemente la posibilidad de eliminar el Impuesto al Plástico, antes incluso de su entrada en vigor prevista para el 1 de enero de 2023, en el caso en el que consiga sustituir el importe que se iba a recaudar a través de la implantación o la subida de otras figuras tributarias.
Por tanto, nos encontramos de nuevo con el debate ya planteado en otras ocasiones sobre la viabilidad práctica de los impuestos medioambientales. Lo que parece claro es que la economía de un país no se puede permitir tener una gran cantidad de estas figuras tributarias por los importantes costes que introducen el sistema, debiendo de seguirse políticas mixtas, con algunos impuestos de naturaleza medioambiental, consiguiéndose mejores efectos en el caso de que estén armonizados a nivel europeo, combinado con políticas sectoriales y la inclusión de ayudas que permitan financiar los cambios a introducir.
Fuente: Expansión