La cercanía del 23J aviva el debate sobre las inevitables «promesas» fiscales que unos y otros nos hacen. A poco que nos fijemos, nadie, o casi nadie, nos plantea propuestas claras que promuevan la generación de riqueza. Y sin riqueza, recuérdenlo, no hay redistribución posible.
Nadie, tampoco, nos hace una propuesta clara de modelo económico que garantice una vida digna para todos; esto es, una vida sin riesgo de inclusión en el umbral de la pobreza. Un modelo que garantice, en definitiva, el bien común.
Sin embargo, la creación de riqueza es el verdadero quid de la cuestión. Crear riqueza aumenta inexorablemente la recaudación y permite financiar mayores políticas públicas, reducir los impuestos, o ambas cosas.
La riqueza es sinónimo de estabilidad económica, crecimiento, y bienestar social. La riqueza es, pues, la vía para disminuir la pobreza. Pero es obvio que el bienestar social no se limita solo a crear riqueza, sino a redistribuirla adecuadamente. Y es obvio que ésta hoy se distribuye de manera ineficiente. El «esfuerzo fiscal» del que tanto se habla es un claro ejemplo de ello.
Se dice, y es cierto, que nuestro esfuerzo fiscal es mayor al de otros países. Pero no se dice, en cambio, que lo es porque dicho esfuerzo se concentra de forma desigual entre los diferentes tipos de renta en perjuicio de las rentas medias y bajas.
Esto significa que la progresividad no se distribuye de forma eficiente en la medida que quien más riqueza produce no hace un esfuerzo fiscal equivalente al que obtiene una menor riqueza.
Y no me refiero al IRPF, sino a la fiscalidad en su conjunto. A lo que cada uno pagamos en total con relación a nuestro propio nivel de riqueza. Me refiero, pues, a la progresividad del sistema tributario.
Llagados a este punto, y para evitar mezclar temas que son distintos, es necesario distinguir entre creación de riqueza y su redistribución. El problema no es «ganar dinero», sino pagar los impuestos que razonablemente corresponden en función del nivel de riqueza que se produce. Esto es, hacer un esfuerzo fiscal equivalente.
Reconocer el problema exige dejar de ser hipócrita y asumir que un sistema tributario justo exige un mayor esfuerzo fiscal de las rentas más altas. Vaya, de las muy altas.
Sin embargo, la hipocresía fiscal promueve la supresión del Impuesto sobre el Patrimonio (que puedo hasta compartir), sin exigir, en paralelo, una fiscalidad equitativa de la riqueza.
Omite, conscientemente, la inequidad entre las rentas del capital y las del trabajo, cuyo problema no es la diferencia de tipos entre unas y otras, sino el momento en el que tributan.
Omite, también, reconocer que los beneficios fiscales por empresa familiar que nuestro país concede exceden de los recomendados por la Unión Europea que se limitan, únicamente, a las pymes.
Ignora, igualmente, la actual tributación de los beneficios no distribuidos y sus efectos en la equidad.
Y no. No se confundan. Digo tan solo lo que otros, por interés particular o por hipocresía, no dicen, o no se atreven a decir (aunque lo piensen).
Promover una amplia clase media
Pero entiéndaseme bien. Digo, tan solo, que dignifiquemos la riqueza. Que promovamos una amplia clase media. Que apoyemos a nuestras empresas y a la emprenduria. Que no estigmaticemos la obtención de beneficios. Que promovamos la iniciativa privada y la libertad responsable. Que fomentemos la creación de trabajo, y no las ayudas. Que promovamos el desarrollo personal.
Pero digo, también, que reconozcamos que la distribución de la riqueza no es hoy equitativa.
Y eso, sin hablar del hipócrita debate sobre la supresión del Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones, con el que el norteamericano más liberal está de acuerdo.
Riqueza y equidad. Este es el debate. Y eso exige un pacto social. Un nuevo y amplio contrato social. Dialogo. Equilibro social.
Y ello nos lleva a la importancia de las políticas predistributivas. Esto es, a la distribución de la riqueza antes de los impuestos, que la renta se distribuya equitativamente de forma natural antes de los impuestos. Se necesitan, por tanto, políticas que incidan en la verdadera igualdad de oportunidades y políticas de gasto selectivas, no universales.
Todo lo anterior, claro está, sin olvidar la obligación constitucional de eficiencia en el gasto, prioridad principal y prioritaria de todo responsable político y servidor público; eficiencia, por cierto, compatible con un Estado del Bienestar rectamente entendido y razonablemente sostenible.
Fuente: Expansión