Hacienda, la ciencia y el control del gasto público: hay que matar al mensajero.

Posted by JJL | 20 febrero, 2019

Mal síntoma este de cercenar el control del gasto público bajo argumentos carentes de solidez, sobre todo cuando es un clamor de la ciudadanía saber en qué se gasta el dinero público.


La vorágine de reales decretos-leyes que nos ha invadido —no sabíamos que en tan pocos meses concurrieran tantas situaciones de extraordinaria y urgente necesidad en este país— se cierra de puntillas con el número 3/2019, que permite de nuevo que haya un sector público estatal de primera y otro de segunda, justo en momentos en que parece hablarse de mejorar el control del gasto público por algunos lugares, y que los organismos autónomos parecían soportar un control previo de Hacienda sin envidiar a las interminables formas jurídicas creadas para eludir ese control en su fase preventiva, la cual se ha mostrado siempre mucho más práctica y eficaz (y ágil) que el control a balón pasado.

Se pretende ahora que los llamados organismos públicos de investigación (OPI) del sector público estatal se liberen de la función interventora, o fiscalización previa de sus actuaciones más relevantes. Toda una sintomatología —más allá de la anécdota— que denota un desdén hacia el control del dinero público que debe llevar a la reflexión.

La función interventora en la Administración constituye un mecanismo de control previo que —si se hubiera cuidado lo suficiente— no solo permite evitar que se produzcan infracciones o perjuicio a los intereses generales antes de que se produzcan (a largo plazo, todos calvos…) sino que impediría, por ejemplo, que las facturas afloren por los cajones de los despachos o se mantengan en el limbo.

Los poderes públicos deberían aplicar lo que exigen a la ciudadanía, y esta soporta, porque el artículo 31 de la Constitución se supone que obliga a todos: hay que pasar por caja exclusivamente para contribuir al sostenimiento de los gastos públicos, cuya programación y ejecución responderán a los criterios de eficiencia y economía.

Y supuestamente para alcanzar tales fines nos dicen ahora, como cierre del festival de decretos-leyes, que la especial naturaleza de los OPI justifica un sistema de control diferente al del resto de organismos, como si hubiera clases en esto de garantizar a los ciudadanos la utilización eficaz de los escasos recursos públicos: el dinero es de los demás y lo asignan los Presupuestos Generales del Estado, pero se manifiesta con una medida cautelar diferente según naturalezas.

La ciencia es la ciencia, y la Confederación Hidrográfica del Guadiana, o el Consejo Superior de Deportes, o el Instituto de la Mujer, son menos ciencia.

Sin embargo, cuando del dinero público se trata, no parece que la investigación deba ser de un pelaje especial, cuyos gastos y pagos tengan que estar por encima de un control previo de legalidad, como lo están los departamentos ministeriales y el resto de organismos de su misma naturaleza jurídica. Poco tiempo después, además, de que la Ley de Presupuestos Generales para 2018 haya sustituido ese control previo por uno financiero posterior —eufemísticamente llamado ‘permanente’— respecto a los gastos y pagos financiados total o parcialmente con fondos provenientes de instituciones comunitarias o internacionales.

¿De qué se trata, entonces? La respuesta no necesita mucha ciencia: controlar previamente el uso del dinero público no es del gusto del controlado, y, en este caso, la llamada investigación científica y técnica imagina que es poseedora de reglas singulares de contratación de personas y cosas. Eso sí: utilizando el dinero del contribuyente.

Las políticas de I+D necesitan un impulso indudable. La investigación exige cuantiosos recursos y ha sido especialmente castigada por los poderes públicos siempre, y especialmente en los años de la Gran Recesión.

Pero cuando no hay o no quiere haber más cera que la que arde, la solución no es matar al mensajero, y menos alegando que el sistema de fiscalización previa ralentiza una buena gestión, cuando es lo cierto que el paso de los expedientes por la correspondiente Intervención delegada dura por ley —duraba— entre dos y cinco días, y el trámite preliminar de los gestores, varios meses. Demasiados. Cuando el expediente de turno llegaba a la oficina del interventor, y este tenía que fiscalizar el cumplimiento de una legalidad evidentemente compleja que él no ha inventado y está obligado a respetar (hasta que se cambie), el tal expediente llegaba ajado de meses de gestión descuidada e inercias varias.

El investigador se queja de que la contratación de lo que quiere no es inmediata, y que los contratos de personal de investigación llegan casi cuando el proyecto se ha terminado.

Es necesario analizar las causas. Las adelanto: una gestión ineficaz y burocrática, una ausencia de delegación de funciones en los gestores, unos procedimientos administrativos lentos, una normativa rígida… Y también una gestión manifiestamente mejorable por parte de los responsables.

La normativa aplicable en cuanto a contratación de personal, adquisiciones de bienes y servicios, convenios, encomiendas y gestión de fondos públicos en general es la que es, sin duda digna de superación. La cuestión de fondo es reflexionar por qué los principios de buena gestión, transparencia y todo eso aplicables al resto de organismos y departamentos ministeriales con la garantía de una fiscalización previa no sirven para los entes de investigación, como si estos fueran, en efecto, de otra galaxia, quienes gestionan sus fondos estuvieran exentos de conocer la normativa que deberían conocer, pues de ella cobran, y lo que es adecuado y proporcional para el resto de entes jurídicos de la misma calificación es ausencia de agilidad y grave entorpecimiento para aquellos, como si quien paga no tuviera nada que decir.

Dudo mucho que eliminar la función de intervención previa en los organismos y entes que forman parte del sistema español de ciencia, tecnología e innovación permita “cumplir más eficazmente el propósito primordial que asiste a los mismos”, como afirma esta norma —pienso que no sin rubor— con rango de ley provisional, y de convalidación dudosa.

Someter a un juicio de control previo el uso del dinero público no debiera desbordar los límites de lo razonable. Y parece que el cumplimiento de la legalidad no debe ser un obstáculo de los principios de agilidad que demanda toda actuación administrativa.

Mi experiencia en estas funciones conduce a concluir que la base del problema está en la gestión y no en sí, en la norma, y por eso el político hace lo contrario: matar al mensajero.

Shakespeare lo define muy bien en su obra ‘Enrique IV’: cuando el mensajero le dice a Cleopatra que su Antonio se ha ido con otra, Cleopatra amenaza con cortarle determinados órganos al infeliz propio, y el mensajero tiene que implorar: “Señora, yo traigo las noticias, no he formado a la pareja”.

La función interventora o de control previo de Hacienda es una garantía frente a la huida generalizada del derecho administrativo hacia las más variadas formas de ingeniería que ya sabemos qué finalidad tienen: entes públicos de todo tipo, sociedades mercantiles y asimiladas, consorcios, fundaciones… Y que conste que las entidades del sector público estatal palidecen ante el resplandor y la picaresca de ayuntamientos y comunidades autónomas.

Lo que priva es la huida hacia el descontrol del dinero público evitando una fiscalización con antelación a que el acto (o la barbaridad) se consuma, o disminuyendo todo lo que se pueda los efectos disuasorios de aquella. La coartada que se trae a colación es simple: los procedimientos de gestión han de agilizarse. Para algo tan obvio no se necesitaba elaborar el informe CORA (reforma de las administraciones públicas).

Lo que no parece tan obvio es que se empiece eliminando la existencia de un órgano de control interno previo, que ha acreditado rigor y eficacia, funcionalmente independiente del auditado, creado por la ley para evitar actuaciones irregularidades y manejos fraudulentos del dinero público.

Si algo es especial, perfecto: que la normativa aplicable sea también especial. El control nada tiene que ver con esto. No por tener un coche de especial naturaleza el conductor se libra de la multa.

Mal síntoma este de cercenar el control del gasto público bajo argumentos carentes de solidez, sobre todo cuando estamos de elecciones y es un clamor de la ciudadanía saber en qué se gasta el dinero público… y cómo se gasta.

En el salvaje Oeste se conservaban más finuras en las formas: cuando los matones entraban en el ‘saloon’ con el ‘colt’ desenfundado, siempre había alguien que gritaba: «¡Por favor, no disparen al pianista!».

Fuente: ElConfidencial.com

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