Tras la siguiente ofensiva de los populares (Murcia, Galicia) y el quintacolumnismo de algunos socialistas (Valencia, País Vasco y los que se vayan agregando) llega la reacción del Gobierno estatal. La oportuna convalecencia de quien lo preside ha dejado a la ministra Montero la ingrata tarea de desdecirse y sumarse a la ya imparable deflactación del IRPF compensándola con el anunciado impuesto a los ricos. Sólo contamos con sus palabras (eso nunca es mucho) y poco más, pero lo poco que se sabe ya es inquietante. Crear un Impuesto de Solidaridad de las Grandes Fortunas cuando en España existe el IP convierte a España, con toda seguridad, en el único país de Europa con dos impuestos sobre el patrimonio. A este penoso hito se suma otro todavía más triste: si el IP mueve sus tipos de gravamen entre el 0,2% y el 3,75%, el impuesto anunciado tiene previsto hacerlo entre el 1,7% y el 3,5%. Baste señalar para evidenciar el despropósito pergeñado que los impuestos sobre algunos elementos patrimoniales (no confundir con un impuesto sobre el patrimonio neto) que sobreviven en el continente son incomparablemente menos gravosos.
El impuesto Montero articula un mecanismo destinado a evitar que un ciudadano tenga que sufrir su impuesto y el IP en la comunidad en la que resida. Lo pagado por IP se deducirá de la cuota del nuevo impuesto. El mecanismo responde a una finalidad evidente: anular la capacidad de decidir que sobre el IP que se exige en sus territorios tienen los parlamentos autonómicos. De tal manera, la díscola presidenta Ayuso no podrá blasonar que en Madrid no se paga sobre el patrimonio pues ahí está el impuesto Montero para demostrar lo contrario. No es nuevo este irreprimible deseo del Ejecutivo de Sánchez de anular el poder tributario que ostentan las autonomías por ministerio de la ley. Lo que sucede es que al haberse conjurado éstas a defender ante las instancias judiciales su derecho a legislar el Gobierno ha decidido actuar por detrás. Si las reglas del juego no son de su conveniencia sencillamente se cambia de juego. Si no es posible avanzar en la recentralización de competencias fiscales sin una larga confrontación de resultado incierto y tampoco está en el menú buscar pactos y consensos, la solución termina siendo legislar en fraude de ley.
El fraude de ley es una institución jurídica de origen romano que, a nuestros efectos, podría describirse como la búsqueda de un resultado contrario al Ordenamiento actuando al amparo de una apariencia legal. Aquí se trataría de soslayar las normas básicas del sistema de financiación autonómico -que son las que hoy rigen para todos y son las que permiten a las autonomías legislar en relación con el IP- y articular un nuevo tributo apelando al poder tributario del Estado. Es decir, si perturba que el IP sea un impuesto sujeto a unas determinadas reglas se supera ese obstáculo creando un IP nuevo, paralelo, denominado de una manera más «atractiva» aún (impuesto de solidaridad, que es como calificar a una guerra de «pacífica»), que actúa sobre un objeto tributario, una riqueza susceptible de ser gravada, también pretendidamente diferente. Así, desde esta perspectiva entre naif y malintencionada, dado que el impuesto Montero recae sobre las grandes fortunas ya se cree que no puede identificarse con el IP. Sin embargo, y salvo que la letra de la norma proyectada nos diga lo contrario, lo que se barrunta es un artificio jurídico destinado a eludir los condicionamientos del Derecho vigente en pos de un objetivo marcadamente político.
En su Sentencia 120/2005, el Constitucional se refirió al fraude de ley tributaria como un «rodeo» o «contorneo» al describir el comportamiento que se lleva a cabo para lograr un objetivo por parte del contribuyente aprovechando vías ofrecidas por el Ordenamiento «si bien utilizadas de una forma que no se corresponde con su espíritu». Puede parecer extraño que se sostenga la aplicación de esta categoría jurídica al propio legislador, pero, en la situación que se nos presenta se pulveriza el principio de lealtad que al Estado sujeta en sus relaciones con las autonomías cuando el poder de legislar se utiliza con un interés torcido. No sólo el que hemos expresado sino también porque el impuesto Montero perjudica directamente contra la parte no socialista del Gobierno al comerle todo el terreno del que dispone en materia fiscal la izquierda radical. Ellos, y los «ricos», son, en primera instancia, los damnificados. Pero sólo en primera instancia porque la imagen de España como país en el que invertir y prosperar se ha oscurecido dramáticamente.
Fuente: Expansión