Provengo de una época no tan lejana, pero sí ya olvidada. Me refiero a aquella época post constitucional en la que la confianza lo impregnaba todo. Tanto, que una vez que se cerraba verbalmente un acuerdo con la inspección, las actas se firmaban normalmente en blanco. Era una muestra de confianza mutua que nadie quebrantó. Obviamente, dicha práctica desapareció.
Provengo también de una época en la que mi cliente, por error, claro, dedujo como gasto el carné del Barça, a lo que el inspector respondió diciéndome que teníamos un problema porque él era “periquito”. Y eso permitió iniciar un respeto y confianza mutua que perdura todavía hoy. Hace poco lo recordábamos juntos con añoranza.
También provengo de una época en la que era posible invitar a un inspector aficionado del Madrid a un Barça-Madrid, en el Nou Camp. No sé qué fue de aquel gran inspector y persona, pero para nosotros, en aquella época, eso era habitual. Tanto como recoger por su casa al inspector para dirigirnos, primero a tomar un café, y, después, a la empresa objeto de inspección.
Chanchullos, dirán unos. Gitaneo, dirán otros. Pues ni una cosa ni la otra. Confianza y empatía que se proyectaba en positivo en nuestro ejercicio profesional, dándonos la fuerza y el convencimiento necesario en insistir e insistir a nuestros clientes de la importancia del cumplimiento voluntario.En definitiva, trato y relación personal en mayúsculas.
Actitud, también, que permitía prevenir muchas y muy diversas cuestiones, consultar dudas, y, en definitiva, propiciar un clima de confianza y respeto mutuo que tanto contribuye a incrementar el número de declaraciones presentadas en periodo voluntario.
Sin embargo, hoy, esta cultura del diálogo y confianza mutua, y, en definitiva, de relación personal, cercanía y empatía, es un bien tan escaso como el agua.
Sí. La tecnología ha avanzado. Y lo ha hecho a una velocidad inusitada. Y nos guste o no, ha sido sin duda muy positiva, ya que proporciona una cuestión que es vital para la lucha contra el fraude: información.
Información que sin inversión en tecnología no esposible. Y de ahí el acierto de nuestra Administración Tributaria. Acierto, porque todos, no lo olvidemos, estamos comprometidos con la lucha contra el fraude. No solo la Administración.
La información ha conllevado a un sinfín de mayores obligaciones que cuestionan, sin embargo, el principio legal de limitación de costes indirectos. A ello se ha unido una complejísima e inestable legislación en detrimento de la obligada y necesaria seguridad jurídica, lo que ha propiciado, a su vez, una no menor conflictividad, y desconfianza.
Hoy, la inteligencia artificial (IA), de la que los algoritmos que la Administración utiliza son un ejemplo, avanza a una velocidad de vértigo. No en vano, la IA está suscitando un amplio debate social y científico cuyo epicentro está en sus límites. La IA es un monstruo que se retroalimenta así mismo hasta perder totalmente su control. Esto, aplicado a lo tributario, me da pánico. Una IA sin control humano es una amenaza para todos. Y más, en un ámbito en el que hay que respetar los derechos del ciudadano. De ahí, por ejemplo, la necesidad de replantear el sistema actual de autoliquidaciones, una perversa fórmula para el ciudadano que quizás hoy ya no tiene sentido, precisamente, por el avance de la tecnología.
La Administración en general, y la tributaria en particular, sufre hoy una sequía importante por falta de relación personal. Por la renuncia, parece, a relacionarse en persona con el contribuyente. Renuncia de la que la cita previa es un ejemplo de involución, además de impropia de cualquier Administración bien entendida. La cita previa ha destruido aquella oportunidad de dirigirte, cuando tú quieras, a donde te quieres dirigir y hablar con aquel funcionario en concreto que sí sabe de tu expediente. La cita previa ha provocado la impersonalización de la Administración en perjuicio de una resolución rápida y eficiente de los problemas.
No hay que olvidar tampoco el fomento del teletrabajo en detrimento de la adecuada atención personal. Vaya, que parece que el contribuyente estorba.
La presencialidad es compatible con el necesario avance tecnológico como medio necesario para la lucha contra el fraude, la facilitación en el cumplimiento de obligaciones y la información al contribuyente. Pero tales avances no pueden ir en detrimento de la atención presencial y adecuada con quien el contribuyente desee. Nos guste o no, nadie está obligado a utilizar medios informáticos, ni estos se pueden imponer sin más. No se trata de la brecha digital. Se trata de un derecho del ciudadano y de una obligación de la Administración.
En este contexto es necesario reflexionar no solo sobre los límites de la tecnología, en particular, de la IA y el respecto a los derechos de los ciudadanos, sino sobre la necesaria humanización de las relaciones interpersonales entre la Administración y el ciudadano. La cita previa y el trabajo tiene difícil encaje en las obligaciones que la Administración Tributaria tiene con el ciudadano, o, mejor, con los derechos que este tiene frente a la Administración. Mi experiencia más reciente es desoladora en todos los aspectos. Y las amistades, déjenmelo decir, no son el cauce para solucionarlo.
Me niego, en definitiva, a no poder personarme cuando quiera y relacionarme con quien realmente conoce de verdad el expediente de que se trate. Me niego a esa sensación de impotencia cuando percibo que el problema es el dichoso ordenador. Ninguna persona humana sabe nada. Me rebelo contra la innegable renuncia al trato personal. Al roce. A ese clima de confianza y empatía. Me revelo contra esta despersonalización de la Administración. Y me preocupa, claro, quien controla al monstruo de la IA.
Hace pocos días, en fin, salí perplejo de una importante oficina de la AEAT en la que el panorama era verdaderamente desolador: mesas, despachos, y espacios inmensos vacíos. Tan desolador, como nuestros actuales pantanos. De ahí, mi temor por esta particular sequía fiscal.
Fuente: Cinco Días