La tormenta perfecta –pandemia, conflicto ruso-ucraniano, aumento de los precios de las fuentes de energía, retorno de la inflación, aumento de los tipos de interés– que azota a gran parte del planeta desde hace casi tres años ha puesto en el centro del debate político europeo la utilización de un peculiar instrumento fiscal consistente en la introducción de un impuesto temporal sobre los beneficios extraordinarios (el internacionalmente llamado excess profit tax) de las empresas pertenecientes a algunos sectores específicos.
Tradicionalmente se han introducido o propuesto impuestos sobre los beneficios extraordinarios como medidas adicionales al impuesto sobre la renta de las sociedades con motivo de acontecimientos de emergencia como, por ejemplo, guerras o crisis financieras o, precisamente, crisis energéticas, pero en algunos casos también como respuesta a fallos estructurales del mercado o anomalías como los monopolios en el campo de los recursos naturales. Por lo tanto, su adopción en la actual crisis de precios de la energía no debería sorprender.
El verdadero elemento de novedad lo constituye, más bien, la adopción, por primera vez, de tal medida a nivel de la Unión Europea. De hecho, con la aprobación del reglamento 2022/1854, el Consejo de la UE del 6 de octubre, estableció –para las empresas residentes o con una presencia fiscalmente relevante en el territorio de la UE que generan al menos el 75% del volumen de negocios con actividades en los sectores del petróleo crudo, el gas natural, el carbón y la refinería– la obligación de pagar una “contribución solidaria temporal” de al menos el 33% sobre la renta extraordinaria de los años 2022 y/o 2023, entendiéndose por esta la que supere la renta media de los cuatro períodos impositivos anteriores a 2022 (por tanto 2018-2019-2020-2021), incrementada en un 20%.
Existen muchas reservas y puntos críticos en cuanto a la competencia de las instituciones de la UE para adoptar tal medida (que a pesar de denominarse “contribución solidaria” constituye a todos los efectos un impuesto sobre la renta), el instrumento legislativo elegido por la instituciones europeas (un reglamento en lugar de una directiva) y el hecho de que la UE no haya impuesto un gravamen similar a otras industrias que también se han beneficiado de la pandemia o del aumento del precio de la energía.
Sin embargo, la circunstancia de que el Consejo de la UE haya introducido un impuesto sobre la renta a nivel comunitario, derogando la interpretación hasta ahora prevaleciente del Tratado de la UE que atribuía competencia exclusiva a los Estados Miembros en materia de impuestos directos constituye, no solo una medida decisiva para evitar respuestas fragmentadas que puedan socavar la estabilidad del mercado único, sino también un precedente de enorme importancia para la armonización de las políticas fiscales dentro de la UE y, por tanto, hacia una unión fiscal plena. Corresponde ahora a cada Estado Miembro aplicar esta medida o demostrar que ha implementado una medida nacional equivalente.
Muchos Estados Miembros están cumpliendo con el reglamento de la UE aprobando legislaciones nacionales que reflejan sustancialmente la contribución solidaria de la UE (este es el caso, por ejemplo, de Austria, Alemania, la República Checa, los Países Bajos, Bulgaria) o modificando sus impuestos unilaterales sobre beneficios excesivos previamente promulgados para hacerlos compatibles con la medida europea (este es el caso de Italia). Otros Estados miembros no están siendo proactivos en este sentido, pero dicha inacción se ve, en principio, mitigada por la auto aplicabilidad de los reglamentos de la UE.
Por contra, la reciente introducción, por parte de España, de un impuesto temporal sobre los beneficios extraordinarios de las energéticas parece desviarse significativamente de las disposiciones del reglamento de la UE. De hecho, tanto el ámbito de aplicación subjetivo como objetivo del impuesto español están muy alejados de lo que prescribe este reglamento.
En concreto, la medida aprobada definitivamente por el Senado la pasada semana consiste en un impuesto del 1,2% sobre el importe neto de la cifra de negocio de las corporaciones gasísticas, petroleras y eléctricas (excluidas las actividades reguladas y fuera de España) con una facturación superior a los 1.000 millones de euros y en todo caso superior a la media de los periodos impositivos 2017 a 2019. Sobre la base de tales características esenciales, es poco probable que el impuesto español entre dentro de la definición de “medida nacional equivalente”.
En primer lugar, los contribuyentes son definidos según criterios muy diferentes respecto lo previsto por el reglamento, una circunstancia que podría dar lugar a la calificación de la medida como ayuda de Estado. En segundo lugar, la base imponible, constituida por los ingresos, no parece adecuada para identificar la rentabilidad de una empresa y menos sus presuntas utilidades extraordinarias. En tercer lugar, estaría sujeta al impuesto la totalidad de los ingresos y no solo el exceso respecto de un umbral considerado ordinario o normal (la referencia a los ingresos medios de años anteriores sirve simplemente como parámetro para delimitar el ámbito de aplicación objetivo del impuesto).
En ausencia de cambios significativos que conduzcan a un mayor alineamiento respecto a la medida prevista por el reglamento de la UE, el impuesto español, además de estar seriamente expuesto al riesgo de incompatibilidad con el reglamento UE o de exponer a España a un procedimiento por infracción de la legislación comunitaria sobre ayudas de Estado, es susceptible de neutralizar el esfuerzo de coordinación a nivel europeo, y, por tanto, constituir un elemento de fragmentación del mercado único más que un instrumento de equidad y redistribución.
Fuente: Cinco Días