Los análisis económicos de los últimos meses de 2022 han tenido como figura por excelencia al conocido popularmente como impuesto a las grandes fortunas. Es un impuesto que representará los pocos esfuerzos que ponemos en crear una figura tributaria consensuada que responda a las necesidades de nuestra época, nos haga pioneros en la recaudación y redistribución de la riqueza por la vía de la inversión, así como someta a gravamen el patrimonio desde un punto de vista dinámico. Como consecuencia de ello, seguimos viviendo en la cuestión de inconstitucionalidad de la norma. Pero otro camino es posible. Recordemos cuáles serán algunos argumentos y actuaciones de enfrentamiento, para dar paso a ese camino sobre el que debatir y encontrarnos.
La principal característica de nuestro protagonista es su reflejo del impuesto sobre el patrimonio, que supone la existencia de dos figuras tributarias gravando el mismo hecho imponible. Cierto es que la existencia de doble imposición por sí sola no determina la inconstitucionalidad (Tribunal Constitucional, 26 de febrero de 2008). En la relación entre el Estado y las comunidades autónomas, la prohibición de doble imposición se encuentra en el artículo 6 de la ley orgánica de su financiación. Garantiza la no tributación del ciudadano por el mismo hecho imponible doblemente al Estado y a las comunidades autónomas. Esta es la razón de introducir el mecanismo de la deducción del impuesto sobre el patrimonio en el cálculo del impuesto a las grandes fortunas. Es un intento de protección frente a la cuestión de inconstitucionalidad.
Al permitir la deducción del impuesto sobre el patrimonio, por la que el Estado renuncia a percibir esos ingresos, no se produce una doble tributación. Cuestión bien distinta es la imposición de facto, por parte del Estado, de mantener la tributación del patrimonio según sus directrices Esto supone una injerencia y atentado contra la autonomía financiera de las comunidades autónomas. Llamativa es alguna afirmación que se realiza en la exposición de motivos de la proposición de ley. El legislador debería revisarla porque él mismo ofrece argumentos para la declaración de inconstitucionalidad.
Por otro lado, no debemos olvidar las enmiendas conocidas en los últimos días. Es destacable una que establece la tributación para no residentes de las participaciones en entidades no residentes, cuyo activo esté constituido –de forma directa o indirecta– en al menos un 50% por bienes inmuebles situados en territorio español. Una enmienda muy curiosa, ya que supondrá la anulación del criterio expresado por la Dirección General de Tributos en una reciente consulta vinculante del 13 de septiembre de 2022. La misma establecía la no tributación de esas situaciones, aunque lo permitiese el convenio de doble imposición de aplicación, por no preverlo nuestra normativa interna que próximamente sí lo hará.
Sin lugar a duda, este tipo de enmiendas transmiten un carácter ideológico solamente por su inclusión sin ser esperadas. Precisamente, la elaboración de las normas partiendo de disputas ideológicas, sin una reflexión profunda, puede conllevar a la omisión de plantear variables que supongan una diferenciación sobre el hecho imponible.
Creemos que, en el fondo, no es lo mismo gravar la simple tenencia de un patrimonio que gravar un patrimonio no afecto a actividades de inversión. Veamos con un ejemplo cómo cambia una figura tributaria recaudatoria si incluimos en ella el término “incentivo fiscal”. Pensando en otros sujetos de nuestra economía nos preguntamos: ¿qué ocurriría si el impuesto a las grandes fortunas —en su forma de cálculo de la base imponible— permitiese una reducción o —sobre su cuota íntegra— permitiese un porcentaje de deducción por inversiones realizadas en microempresas? Imagínense ustedes lo que supondría, tanto desde el punto de vista conceptual como material, una regulación de este tipo. Esta novedad debería tener en cuenta características como la ausencia de vinculación del inversor con la pyme receptora de la inversión.
En el caso de materializarse la inversión por la vía de la participación en el capital, se debería introducir un porcentaje máximo siempre inferior al 50% de participación, tanto de forma directa como indirecta y ausencia de pertenencia al órgano de administración.
De otra parte, en el supuesto de hacer la inversión por la vía del préstamo, se deberían regular unas condiciones mínimas en favor de la pequeña empresa. Sería dejando siempre la posibilidad de conversión en capital a decisión de los socios de aquella. Por supuesto, habría que ampliar el desarrollo de este incentivo. Pero su existencia en la estructura del impuesto le otorgaría un carácter dinámico a través de incentivos, no girando esta solamente a través de las tradicionales exenciones y bonificaciones.
Incluso se puede ir más allá. ¿Y si el incentivo fuera mayor si la inversión se hiciese en empresas en situación preconcursal? Esto requiere de tiempo y esfuerzo, como todo lo que merece la pena en la vida. En cambio, una redacción como la del impuesto que nos ocupa no requiere de mucho valor.
La principal preocupación del legislador con una medida de este tipo sería la recaudación inicialmente estimada. También debe tener en cuenta que estas inversiones producirían en unos casos un dividendo y en otros unos intereses. Tributarían según la normativa aplicable del impuesto sobre la renta de las personas físicas. El Estado probablemente obtendría un saldo positivo en la recaudación tributaria, sumado ello al efecto favorable sobre la liquidez y actividad de la pequeña empresa receptora de la inversión.
De cualquier manera, la introducción en el impuesto de una variable como la mencionada sería un cambio total de paradigma. Podría crear una situación en la cual, entre dos contribuyentes, paga más aquel que menos invierte en el tejido productivo de nuestro país. El legislador conseguiría, quién sabe, que sea conocido popularmente también como impuesto de solidaridad.
Fuente: Cinco Días