Desde el inicio de la crisis, España destacó entre sus socios europeos por el escaso margen de que disponía para desplegar ayudas frente a la actual crisis. Es el precio que debía pagar por el frágil punto de partida desde el que se enfrentó a la epidemia, debido al modo en que se descuidó el control de la deuda y el déficit públicos en los meses previos.
Desde el primer momento, hubo una partida que salió perdiendo, pese al ímpetu con la que las organizaciones empresariales la reclamaban. Se trata de las ayudas fiscales en forma de aplazamientos o suspensiones temporales de impuestos. De hecho, nuestro país ha destinado a este fin el equivalente al 0,9% del PIB, por debajo de la medida europea y aún más lejos del 11% que corresponde a Portugal o el 13% de Alemania. Las moratorias, en el caso español, han sido en primer lugar tardías. Debe recordarse que, durante semanas, estuvieron en pie los plazos originales de la declaración del IVA y de las retenciones en nómina del IRPF del primer trimestre, pese a que las empresas y las propias oficinas de Hacienda estaban cerradas. En cuanto al alcance de las moratorias, que abarca sobre todo los primeros tres meses del año, se antoja también muy limitado, debido a las dificultades que la reactivación de las firmas afronta también en el segundo trimestre. Esta falta de flexibilidad tiene un efecto directo en el circulante de las empresas y en su capacidad misma de hacer frente a sus pagos más inmediatos. El paquete de ayudas del Gobierno ante la crisis debería haber priorizado medidas de este tipo frente a otras, mucho más costosas y de efectos muy nocivos para la economía, como fue la aprobación de la renta mínima vital.
Fuente: El Economista