Tributa donde vendes.

Posted by JJL | 10 septiembre, 2019

Una propuesta contra la elusión fiscal de las multinacionales.


Hace unos días, y al hilo de la cumbre del G-7 que tenía lugar en Francia, Francisco de la Torre publicaba en este medio una tribuna titulada «Multinacionales: una fiscalidad para engañarnos a todos».

Tras ese estimulante título, aparecía un planteamiento que no puedo más que compartir: uno de los grandes beneficiarios del proceso de globalización, la empresa multinacional, es simultáneamente uno de los actores que menos contribuyen a las haciendas públicas estatales. Ello no es más que el efecto de que, sorprendentemente, dado el volumen de valor que generan, estas entidades están sometidas a las menores tasas impositivas sobre beneficios de todo el espectro empresarial, siendo esa tendencia generalizada en todo el planeta, por razones diversas pero resumibles básicamente en una: su capacidad para aprovechar la competencia impositiva a la baja entre países, especialmente la que se promueve desde paraísos fiscales y territorios con regímenes fiscales especiales.

Sin embargo, la solución que ofrecía me parecía ciertamente humilde, habida cuenta de la sagacidad intelectual que le atribuyo a Francisco de la Torre después de haber compartido con él debates económicos estos años atrás en el Congreso. En efecto, me parece muy pobre su propuesta de que, constatada la existencia de esos sumideros fiscales que son utilizados por esas empresas para minimizar su contribución fiscal global, la respuesta sea apelar a la coordinación entre países de cara a frenar la competencia fiscal. Y me parece pobre porque, aun siendo cierto que la solución más eficiente para un problema global requeriría de una solución coordinada global, las tendencias de la economía real, tanto a nivel internacional como a nivel estatal, apuntan en sentido contrario, como bien sabe De la Torre.

En efecto, en lugar de hacer frente de forma coordinada a la competencia fiscal, la mayor parte de las economías desarrolladas se han sumado a esa carrera competitiva a la baja. Baste con recordar que entre 1985 y 2018, la tasa impositiva legal promedio en el impuesto de sociedades a nivel global ha pasado del 49% al 24%, siendo ese descenso más intenso si consideramos las tasas efectivas en lugar de las establecidas legalmente. Es más, y como ejemplo paradigmático de esa falta de voluntad cooperativa, baste recordar que los Estados Unidos redujeron esa tasa del 35% al 21% en 2018, y que esa misma tendencia se apunta en otras economías avanzadas del mundo, muchas de ellas damnificadas en sus recaudaciones fiscales por la optimización fiscal que realizan las empresas transnacionales que operan en sus territorios. Ante este panorama, plantear que la solución del problema pasa por un giro de 180 grados en las dinámicas en curso es un brindis al sol impropio de De la Torre.

En cualquier caso, concuerdo con él en que las cuestiones sobre la mesa son muy concretas y obedecen a datos incuestionables (al respecto, puede consultarse lo que aportan Torslov, Wier y Zucman en ‘The Missing Profit of Nations’).

Así, por ejemplo, en el caso de Estados Unidos, y para el año 2016, el 50% de los 435.000 millones de dólares de beneficios que las empresas multinacionales estadounidenses habían generado fuera del país se había concentrado en cinco paraísos fiscales: Irlanda, Bermudas, Suiza, Holanda y Singapur; en 2017, ese porcentaje había subido al 52%, siendo Irlanda el principal paraíso fiscal en el que se ubicaban dichos beneficios: más de 83.000 millones de dólares de beneficios declarados, esto es, más de los declarados por las multinacionales estadounidenses en Alemania, Francia, Italia, China, México e India conjuntamente. ¿Cuál es la razón de esa irresistible atracción de Irlanda para hacer aparecer allí los beneficios por parte de esas empresas? Pues que su tasa impositiva efectiva sobre beneficios ha vuelto a bajar y es ahora del 4,9%, es decir, el límite inferior del rango de los tipos efectivos en que se mueven los cinco paraísos fiscales aludidos y que llega, por el otro extremo, a un ínfimo 10%.

Además, dichos autores señalan que en el caso europeo, el proceso es aún más grave, aunque hay más dificultad para cuantificarlo debido a la falta de información estadística de largo recorrido o, directamente, a la falta de información estadística. En España, por ejemplo, uno de los últimos informes de Oxfam sobre multinacionales (‘Reparto desigual’) solo aporta datos sobre los tipos efectivos pagados en el impuesto de sociedades, los créditos fiscales de los que son acreedoras las empresas del Ibex 35 ante la Hacienda Pública y el número de filiales de estas en paraísos fiscales, pero no dice nada acerca de cuál es la magnitud de su contribución fiscal en dichos territorios, a pesar de que se alude al desarrollo de un Termómetro de Responsabilidad Fiscal que tendría ese cometido pero del que hasta ahora solo se ha publicado la propuesta metodológica.

Retomando. Los datos, por tanto, no pueden ser más contundentes y expresan que el trasfondo de esta cuestión hunde sus raíces en las dinámicas desencadenadas por la globalización, de donde resultan ganadores y perdedores netos perfectamente identificados. Lo que está sobre la mesa es qué hacer con un problema que afecta a todas las economías desarrolladas, singularmente a las europeas, y que mina las recaudaciones impositivas de los países y, con ello, la posibilidad de que estos compensen, vía políticas impositivas progresivas sobre los grandes beneficiarios de la globalización, a los damnificados de la misma.

Aspirar a la coordinación internacional, como apuntaba De la Torre, sería lo deseable, pero casa mal con las tendencias actuales. ¿Significa esto, entonces, que no cabe una solución viable a este problema y que la única opción es una coordinación con dudosas perspectivas de tener lugar o una carrera competitiva a la baja hasta acabar todos convertidos en Irlanda?

Yo creo que no; que efectivamente existen alternativas. El propio Zucman, uno de los principales especialistas en la materia, plantea una solución que, en diferente escala, ya se aplica en algunos Estados de naturaleza federal y que no solo es fácilmente replicable sino que puede realizarse de forma unilateral por cualquier país.

Así, basta con estudiar los sistemas de imposición sobre los beneficios empresariales que numerosos estados de Estados Unidos han aplicado durante décadas para descubrir que estos definen la base imponible susceptible de gravamen en función del volumen de ventas que se realizan en el estado (algo similar ocurre en Canadá o Alemania, dicho sea de paso). A tal efecto, se establece una fórmula de prorrateo para determinar qué porción de los beneficios empresariales globales es susceptible de imposición en cada Estado en función de un dato que es perfectamente conocido por sus autoridades fiscales: el volumen de ventas que tiene lugar en su territorio. Esa fórmula de prorrateo es susceptible de ser ampliada con otras variables (volumen de empleo o de activos tangibles de la empresa ubicados en el Estado), si bien la tendencia, al menos en Estados Unidos, ha sido la de simplificación y definición de la base imponible en función de las ventas.

La ventaja de esta propuesta es que es perfectamente escalable a nivel global: basta con asimilar los países a gobiernos estatales de una federación para hacerlo automáticamente replicable.

Pero, además, presenta dos ventajas evidentes. En primer lugar, consigue que la base imponible sea altamente inelástica con respecto al tipo impositivo: mientras que para las empresas multinacionales resulta relativamente fácil deslocalizar sus beneficios y algo menos, pero tampoco mucho más complejo, deslocalizar sus activos tangibles buscando territorios fiscalmente más ventajosos, lo que no pueden hacer es deslocalizar sus clientes y, en caso de que trataran de justificar que gran parte de sus ventas se producen en paraísos fiscales, esto es fácilmente detectable. Y, en segundo lugar, no requiere de ningún tipo de coordinación entre Estados ni armonización de tipos impositivos: cada país es soberano para establecer su estructura tributaria y, salvo que la multinacional decida dejar de vender en dicho país, deberá someterse a la misma sin posibilidades de elusión fiscal. Así que este mecanismo permitiría gravar a las empresas transnacionales en un contexto de globalización avanzada.

Lo sorprendente, lo realmente sorprendente, es que una medida tan fácil de implementar, tan eficaz en términos de lo que el propio De la Torre reclamaba en su artículo (“que los impuestos se paguen donde se tienen que pagar es una cuestión clave”), no se haya convertido ya en una alternativa a la competencia fiscal a la baja y en un mecanismo para reequilibrar la carga tributaria entre empresas nacionales y multinacionales, por un lado, y entre empresas y trabajadores, por otro. Sobre todo porque lo que está en juego es el sostenimiento de unos Estados de bienestar necesitados de reinventarse si aspiran a cumplir eficientemente en el siglo XXI el papel para el que fueron concebidos en el siglo XX. Basta, ni más ni menos, con tener voluntad política para ello; el resto son excusas.

Fuente: ElConfidencia.com

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