El panorama al que estamos asistiendo en política económica no puede ser más desolador. Parece que el campo de batalla ahora se está trasladando a los impuestos, y para aquellos a los que nos gusta mirar los datos y luego hablar, lo que estamos escuchando desde los cuatro principales partidos nos resulta tan espeluznante como a un oncólogo cuando escucha a los partidarios de tratar el cáncer con homeopatía.
Las cosas comienzan muy mal con Pedro Sánchez, cuando habla de subir impuestos a las empresas y a los ricos, e incrementar (‘de facto’) patrimonio, sucesiones y donaciones. Los problemas con el discurso de Sánchez son dos.
El primero es de analfabetismo en materia de impuestos y de funcionamiento de los mercados en España, ya que parece creer que el impuesto de sociedades sirve para gravar a los ricos, cuando la realidad es que para lo que sirve es para modular la parte del valor añadido de la economía que va a inversión. A mayor impuesto de sociedades, menor inversión y mayor consumo, y viceversa. ¿Y de verdad lo que queremos en una economía tan poco intensiva en capital como la española es que se invierta menos?
También parece un convencimiento de Sánchez que si les suben el impuesto de sociedades, las grandes empresas no van a hacer nada. ¿De verdad piensa que se van a conformar con repartir menos dividendo? ¿O que van a bajar los sueldos a los directivos? ¿O es que directamente no ha pensado nada? Porque en una economía como la nuestra, en que la mayor parte de las grandes empresas ‘de facto’ tienen un control relativo sobre los precios de su producto, lo que harán será subir precios. Las comisiones los bancos, las tarifas de teléfono e internet, las teleco, la electricidad las eléctricas… Con lo cual, lo que pasará es que generarán algunas décimas de inflación y cambiarán los precios relativos también ligeramente, y ese aumento de impuestos lo pagará el consumidor.
El segundo problema de Sánchez es que si bien las subidas de impuestos sobre la renta a los ricos y de patrimonio, sucesiones y donaciones son redistributivas y por tanto coherentes con un discurso de izquierdas, no se da cuenta de la ridícula capacidad de recaudación de esas subidas.
Veamos en primer lugar el IRPF. Aunque los datos estadísticos de la Agencia Tributaria podrían ser mejores, son lo suficientemente buenos como para que cualquier economista (incluido Sánchez) haga un cálculo en menos de media hora de cuánto se puede sacar de los ricos. Si es que no le importa que se le estropee el discurso, claro. Cuando se habla de subir impuestos a los ricos, muchas veces en la izquierda nos olvidamos de mirar las cifras, lo que constituye un error imperdonable. Si miramos cuánto es el importe de las rentas de los que declaran por ejemplo más de 150.000 euros y menos de 600.000 en el impuesto sobre la renta, vemos que es poco más de 21.000 millones de euros. Encima, la renta media de los que se sitúan en este grupo está muy próxima a los 150.000 euros. Eso nos lleva a que una subida de 6,5 puntos a estos contribuyentes —sobre la renta por encima de 120.000 euros— gravaría una renta total de 5.000 millones de euros con una recaudación adicional de… 317 millones. De los que ganan más de 600.000 euros se podrían añadir otros 430 millones, y de los que ganan entre 120.000 y 150.000 euros no tenemos datos exactos, pero difícilmente se podría llegar a otros 100 millones más. Luego por IRPF podemos aspirar a recaudar unos 800 millones extra, o un 0,07% del PIB.
Si miramos la recaudación perdida por las bonificaciones autonómicas en sucesiones y donaciones, sí que tenemos una recaudación mayor, sobre 2.500 millones de euros, pero en cualquier caso sigue siendo muy insuficiente como para financiar gran cosa, ya que estamos hablando de un 0,2% del PIB, a lo que podríamos añadir otros aproximadamente 1.000 millones eliminando todas las deducciones por el impuesto sobre el patrimonio.
Es decir, que en impuestos que se pueden considerar coherentes con una política de izquierdas tenemos la friolera de incremento de recaudación de un… 0,35% del PIB.
El problema real de Sánchez es que no asume que estamos en el lugar y momento histórico en que estamos, es decir, en un mundo con una globalización hecha pensando sobre todo en las grandes fortunas y encima en uno de los epicentros —Europa— de las políticas económicas del Consenso de Washington (lo que algunos llaman neoliberalismo), que somos absolutamente dependientes de la buena voluntad de EEUU y Bruselas para financiar nuestra inmensa deuda y que por lo tanto el margen de maniobra para aplicar políticas fiscales más redistributivas es bastante limitado y se aplica sobre todo a una redistribución desde las rentas de las clases medias-altas a las de las clases medias-bajas y bajas. Como descubrió Branko Milanovic, economista del Banco Mundial, el efecto de la globalización ha sido una redistribución global del aumento de la renta, que ha ido a los sumamente ricos y los que estaban entre el 10 y el 70% de menor renta. Los más pobres y las clases medias de los países ricos se han beneficiado poco o nada de la globalización, como vemos en el gráfico. Esto es causa fundamental del auge de los populismos de derechas en la mayoría de países ricos, incluso con un componente xenófobo en algunos casos. La causa más importante de que los más ricos hayan salido muy beneficiados es por la internacionalización de sus negocios y la utilización masiva de paraísos fiscales para eludir el pago de impuestos. Y por eso mismo es tan difícil para un país capturar las rentas de estos individuos para que pasen a contribuir al sostenimiento de lo común.
Pero, lamentablemente, en la derecha las cosas no están mejor. La victoria de Casado ha puesto sobre el tapete las fantasías de la curva de Laffer, que según el nuevo presidente del PP haría que bajando impuestos subiera la recaudación por el incremento de actividad económica que se generaría. Esto, que se demostró falso en la era Reagan, sigue siendo falso ahora. Pero lo más gracioso de todo es que las rebajas de impuestos que proponen realmente son mucho menores de lo que parecen reflejar sus palabras, ya que un tipo marginal máximo del IRPF del 40% sería solo 3,5 puntos menor del actual, y el descenso de recaudación por tanto sería testimonial, solo de unos pocos cientos de millones de euros. Respecto a la eliminación de los impuestos de sucesiones, donaciones y patrimonio, el hecho es que estos impuestos recaudan bastante poco y su eliminación total supondría una merma de poco más de un 0,3% del PIB. Por tanto, vemos en las políticas impositivas de Casado el reflejo especular de las ridículamente pretenciosas propuestas de Sánchez, pero en sentido contrario. Los dos se desvían tan poco del fiel de la balanza que el movimiento de esta es imperceptible.
Sobre la rebaja del impuesto de sociedades hasta el 10%, esto en principio sería deseable (si existieran medidas equilibradoras en otros impuestos) también para un economista sensato de izquierdas, ya que nuestra economía necesita urgentemente reinversión de beneficios para aumentar el ‘stock’ de capital, y esto es justo lo que fomenta un bajo impuesto de sociedades, especialmente cuando es mucho más bajo que el impuesto sobre la renta. Pero el candor con que Casado pretende que esto es posible demuestra que es un ingenuo hasta límites insospechados. El creerse, después de lo que pasó con el impuesto de sociedades irlandés en 2012 y la guerra diplomática a que asistimos por esa causa, que Europa iba a permitir que en España pasara lo mismo, es no saber absolutamente nada de geopolítica. Y esto sí que es preocupante.
Recordemos que tanto a Casado como a Sánchez los han elegido sus afiliados contra los deseos del ‘establishment’ de sus partidos, luego son un buen reflejo de lo que quieren estos afiliados, a los cuales no parece arriesgado considerar representativos del amplísimo sector de la sociedad que vota al PP y al PSOE. Lo que nos encontramos es unos líderes que no dicen la verdad a sus votantes —o peor, que ni siquiera conocen la verdad— y que practican la economía-vudú.
¿Y qué es lo que echamos de menos en sus discursos? En primer lugar, sería deseable hablar claro sobre nuestra falta de soberanía y el escaso margen de maniobra que tenemos en muchos ámbitos. Nuestra falta de soberanía viene de tres ámbitos. El primero es nuestra pertenencia a la UE y a la eurozona, que restringe la generación de déficits públicos y elimina la política monetaria propia. Y no solo eso, sino que la UE incluso se mete en cuestiones como la evolución del crédito al sector privado. El segundo ámbito es la pertenencia a la OTAN, que nos convierte ‘de facto’ en un satélite de EEUU y limita nuestro margen de acción en multitud de políticas exteriores. Y el tercero, y peor de todos, es la herencia de la deuda externa que arrastramos, que nos hace depender de forma extrema de la bonanza en los mercados financieros internacionales auspiciada por el BCE; una bonanza que en caso de retirarse este apoyo desaparecería en cuestión de minutos —literalmente—, lo que tumbaría la economía española de un día para otro. Este último factor hace que la limitada soberanía de que disponen otras potencias de tamaño intermedio, en el caso español, desaparezca casi en su totalidad.
Y en segundo lugar, echamos de menos que nuestros líderes políticos nos hablen de esa élite empresarial que mete cuchara de forma obscena en las decisiones de cómo se gasta el dinero público o de cómo se hacen las leyes y normativas para que el resto de empresas no solo no encuentren un campo de juego nivelado sino que se encuentren jugando el partido con el campo cuesta arriba. En estas condiciones, el dinero que queda después de cubrir las obligaciones de pensiones, sanidad, educación, justicia, seguridad y resto de servicios y prestaciones básicas vemos cómo se gasta muchas veces corruptamente y en beneficio de unos pocos. Y eso que es nuestro margen de maniobra real, y que debería dedicarse desde un punto de vista de izquierdas a mejorar el apoyo a la infancia, mejorar la educación, apoyar la modernización de nuestro aparato productivo y políticas de igualdad, y desde un punto de vista de derechas, a reducir impuestos. Así, nos encontramos con que se desperdicia totalmente.
Pero no olvidemos que la culpa real es en primer lugar de los afiliados que los eligieron, y en segundo lugar de los votantes, porque si la valía de los líderes políticos es reflejo de la pujanza o decadencia de una sociedad, hemos de reconocer que entonces nos encontramos en una situación de más que preocupante decadencia.
Fuente: ElConfidencial.com