«No todo contribuyente al que el erario le exige dinero es un defraudador. La normativa fiscal es compleja y las controversias interpretativas están a la orden del día».
No hay que ser un lince para atisbar que, en el actual escenario, el Gobierno tiene un serio problema para cuadrar las cuentas públicas: ante una aparente desaceleración, y con un confeso incumplimiento del déficit exigido por Bruselas, las cosas no pintan bien.
Excepto -¡claro está!- que se logre incrementar sensiblemente la partida de ingresos (lo de que sean en «cash» o sobre la barra de hielo, ya se irá viendo…). Y, para eso, siempre hay dos vías no excluyentes.
La primera, apretar -aún más- las tuercas a las empresas, sobre todo a las «grandes». Y aquí, por «grande» suele entenderse la que factura mucho; lo de que gane o no, ya es secundario, relativizando así la «capacidad contributiva» de la que habla nuestra Constitución. Y eso, ¿cómo se hace? Bueno, todo está aún en «borrador», pero la idea sería exigirles un impuesto mínimo -digamos del 15%-, y para alcanzarlo por el «artículo 33» lo que se baraja es limitar -léase impedir- que apliquen deducciones si éstas ubican la presión efectiva por debajo de ese «suelo». Esto plantea varios y serios problemas: un importe no menor de esas desgravaciones no responde a «regalo» alguno sino a evitar una sobreimposición (es decir, que se pague dos veces por lo mismo; por ejemplo, por el beneficio y por los consiguientes dividendos); tampoco es despreciable el que muchas deducciones respondan a lo así pactado en acuerdos internacionales o a que el beneficio -para ser realmente gravable- antes debe poderse compensar con pérdidas; y, aunque esto suene a «cosas de abogados», ¿alguien ha oído hablar de «seguridad jurídica»? Me cuidaré mucho de decir que estemos ante «derechos adquiridos» y que, como tales, sean del todo inmodificables, pero la confianza en un país -¡ay, la «marca España»!, que entre todos la matamos y ella solita se murió- también se mide por el respeto a las reglas de juego, y, ahí, nuestro prestigio cotiza a la baja…
Decía que hay dos vías. La segunda, de siempre fácil «venta» mediática, es la manida lucha contra el fraude. Las estimaciones -malamente puede hacerse algo más sobre lo «opaco»- cifran nuestra economía sumergida en torno al 20% del PIB…, ergo parece obvio que ahí aún hay recorrido para que la recaudación crezca. Hasta aquí todo bien, amén de insistir en que en esa tarea toda la sociedad debe concienciarse y desarrollar, así, el siempre deseable civismo tributario (en educación, tenemos un clamoroso suspenso en esta inexistente asignatura). Pero también aquí hay sombras y no debemos dejar de advertirlas. No todo contribuyente al que el erario le exige dinero es un defraudador. La normativa fiscal es compleja y, además, muy volátil, siendo así que las controversias interpretativas están a la orden del día. Y, por supuesto, tampoco Hacienda tiene siempre «la razón»: las estadísticas señalan que la Agencia Tributaria pierde cerca del 50% de sus pleitos y las comunidades autónomas más del 60%… A todo ello cabe añadir -en el sentido recientemente denunciado por 35 catedráticos, en la ya conocida como «declaración de Granada»- que parte de la normativa «antifraude» y ciertas «praxis» administrativas («amparadas» en una jurisprudencia cara y de difícil acceso) han coadyuvado a que en España el contribuyente haya sido degradado de la condición de ciudadano a la de súbdito. También la propia Aedaf así lo acaba de denunciar en su obra colectiva «El fraude fiscal en España», presentada la pasada semana.
La lucha contra el fraude es loable en sí misma, pero -¡ojo!- no a cualquier precio. El fin tampoco aquí justifica los medios. Y hay episodios -no de laboratorio- que evidencian que esta «cruzada» se ha convertido en un nuevo ídolo en cuyo altar se corre el riesgo de inmolar derechos -no pocos fundamentales y, como tales, plasmados en la Constitución- que tanto nos ha costado conquistar. A todos.
Fuente: abc.es